«Extremos» (A propósito de un nuevo 12 de Octubre)

 «Todo lo que es exagerado es insignificante.”
 Charles Maurice de Talleyrand
 Por José (hijo) Muñoz Azpiri
       
 La Argentina es un país de extremos, en un suspiro pasamos de desmantelar el monumento a Colón a pedirle disculpas al abdicado Rey (ya en Retiro Efectivo) por declarar la independencia en el exacto día que se conmemoraba el bicentenario de su nacimiento como nación independiente. Un país que sin solución de continuidad viró de un altisonante y provocador antiimperialismo de sobremesa a un realismo y pragmatismo que suena más a la resignación de la derrota o la conveniencia colaboracionista de los traidores y perduellis, que en estas pampas solemos denominar como “cipayos”. No obstante, se porfía sin solución de continuidad, en recitar el mantra de la Leyenda Negra, acompañado por carnestolendas de supuestos integrantes y representantes de los “pueblos originarios” que han surgido en las últimas décadas como una lluvia de meteoritos, por su número y por su súbita aparición en una sociedad donde siempre se los consideró “criollos”.
 Esta novedosa etimología fantástica que últimamente se impone con singular rigor, nos tiene particularmente hartos. La definición “políticamente correcta” de “pueblos originarios», implica un contrasentido, dado que según los iletrados que la utilizan (que van desde las más altas magistraturas hasta los militantes del común), aborigen significaría “sin origen”. Ab es preposición latina que significa “desde”, es decir, aborigen es el que está desde los orígenes, ya sean habitantes, plantas o animales. Las llamas eran aborígenes, pero las vacas no, por ejemplo.
 Los romanos llamaban aborígenes a los primeros habitantes, prerromanos, de Italia y consideraban esta palabra equivalente a «indigenae» (etimológicamente “nacidos u originarios del lugar”) y al griego «autóchthones» (”de la tierra misma”). Ahora se les ha dado por hablar de pueblos originarios, creo que por “corrección política”, de la misma forma que el eufemismo de “matrimonio igualitario” para parejas del mismo sexo, o “carenciado social” para las personas en situación de marginalidad, pues no entienden que significa aborigen y les parece que indígena tiene una connotación despectiva (lo relacionan erróneamente con indio, palabra que etimológicamente no tiene nada que ver). Y como suele suceder en estos casos, el remedio es peor que la enfermedad, porque el adjetivo originario necesita una indicación del lugar, y los inmigrantes y sus descendientes también son originarios de un lugar, aunque el lugar sea otro.
 Pero la insistencia en su utilización no responde solo a un criterio equivocado, a un moda pasajera o a la frívola necesidad de aparentar ser novedosos (costumbre bastante extendida en ciertos escribas e intelectuales avante la lettre de las orillas del Plata), sino que reconoce un origen más remoto. Destacaba Fermín Chávez, cuya fisonomía distaba mucho de ser la de los personajes del Conde de Gobineau que “En la primera mitad de 1825 llegó a México un yanqui cuarentón, oriundo de Carolina del Sur, nombrado primer embajador estadounidense ante la República hacía dos años proclamada. Se llamaba Joel Roberts Poinsett y tendría mucho que hacer en el flamante Estado. No bien llegó se dedicó a crear logias nuevas, afiliadas al rito masónico de York, para oponer a las probritánicas existentes. Pero el acto más llamativo del diplomático tuvo lugar durante la primera recepción que ofreció en su Embajada, hizo colocar en un extremo del salón el retrato de Moctezuma. Y a partir de allí dicho agente fue alentando el indigenismo como impulso e política antihispánica y anticatólico, con el fin de ocupar ideológicamente el espacio cultural vacío que la ruptura de la continuidad histórica provocaría.”
 La inteligencia anglosajona y protestante (la misma que hoy opera desde la CIA y ciertas ONGs europeas) había hallado una tesis adecuada que jamás abandonaría hasta el presente ¿Fue un hallazgo y una originalidad? En modo alguno, la “Leyenda Negra” fue concebida como una serie de leyendas, manipulaciones y medias verdades sobre la historia de España. En su versión más extrema – que en los últimos tiempos y en particular en la península Ibérica por esa aberración de llamar “Nacionalismos” a particularismos sin consistencia histórica – la leyenda ve a los españoles, principalmente a los castellanos y a veces por extensión a los hispanos en general, como fanáticos religiosos crueles y sin escrúpulos y como oscurantistas contrarios a la ilustración, a las ciencias y a la verdad. En principio fue una reacción al poder imperial español del siglo XVI y a la amenaza que representaba para las demás naciones europeas, sobre todo Gran Bretaña. Lo que distingue a la Leyenda Negra de otras – larga es la historia de la infamia – es tanto su extensión e influencia como su persistencia en el tiempo. Una leyenda que, curiosamente, no es imputada – o si lo es, atenuadamente – a Portugal, nación católica también, pero que nunca fue fuente de debate enardecido como su vecina en la península. En Portugal actuó la inquisición, también fueron expulsados los judíos, la esclavitud fue más importante que en las colonias españolas, hubo conquistadores violentos como Alfonso de Albuquerque y gobernantes brutales como Men de Sá. La única explicación que encontramos a esta suerte de memoria histórica hemipléjica es la larga amistad, por no decir alianza, entre los ingleses y lusitanos, contubernio que se hizo evidente en el siglo XX en el enfrentamiento entre las naciones “autoritarias” (Alemania, Italia, España) con las “democráticas o parlamentarias” (Gran Bretaña, Francia) mientras Portugal, gobernado férreamente por Antonio Oliveira Salazar, permaneció en un limbo hasta la denominada “Revolución de los Claveles”.
 La tesis tuvo fortuna en el México de Benito Juárez y de los liberales que hicieron suya la estrategia “poinsetista”, y después también en el México de la Revolución, en su etapa final, con burgueses progresistas de la talla de un Diego Rivera, cuyos murales bajan línea anticolonial y antiespañola, pero no antianglosajona, puesto que en ellos el imperialismo yanqui prácticamente desaparece. Y es coherente, si nos atenemos a los criterios de su maestro y profeta político:
 “En América hemos presenciado la conquista de México, la que nos ha complacido. Constituye un progreso, también, que un país ocupado hasta el presente exclusivamente de sí mismo, desgarrado por perpetuas guerras civiles e impedido de todo desarrollo, un país que en el mejor de los casos estaba a punto de caer en el vasallaje industrial de Inglaterra, que un país semejante sea lanzado por la violencia al movimiento histórico. Es en interés de su propio desarrollo que México estará en el futuro bajo la tutela de los Estados Unidos. Es en interés del desarrollo de toda América que los Estados Unidos, mediante la ocupación de California, obtienen el predominio sobre el Océano Pacífico”.
 “¿O acaso es una desgracia que la magnífica California haya sido arrancada a los perezosos mexicanos, que no sabían qué hacer con ella? ; ¿lo es que los enérgicos yanquis, mediante la rápida explotación de las minas de oro que existen allí, aumenten los medios de circulación, concentren en la costa más apropiada de ese apacible océano, en pocos años, una densa población y un activo comercio, creen grandes ciudades, establezcan líneas de barcos de vapor, tiendan un ferrocarril desde Nueva York a San Francisco, abran en realidad por primera vez el Océano Pacífico a la civilización y, por tercera vez en la historia, impriman una nueva orientación al comercio mundial? La “independencia” de algunos españoles en California y Tejas sufrirá con ello, tal vez; la “justicia” y otros principios morales quizás sean vulnerados aquí y allá, ¿pero, qué importa esto frente a tales hechos histórico-universales?”.
 “Así terminaron, por ahora y muy probablemente para siempre, las tentativas de los eslavos de Alemania para recobrar una existencia nacional independiente. Restos dispersos de numerosas naciones cuya nacionalidad y vitalidad política estaban agotadas desde tiempo atrás y que, por ello, se habían visto obligadas, durante casi un milenio, a seguir las huellas de una nación más poderosa que los había conquistado —tal como los galeses en Inglaterra, los vascos en España, los bajo-bretones en Francia y en un período más reciente los criollos españoles y franceses en las partes de Norteamérica ocupadas por la raza angloamericana— esas nacionalidades agonizantes, los bohemos, carintios, dálmatas, etc., habían intentado aprovechar la confusión universal de 1848 para restablecer su status quo político del Anno Domini 800. La historia de un milenio tendría que haberles mostrado que una regresión tal era imposible, que si bien todo el territorio al este del Elba y del Saale había estado otrora ocupado por eslavos vinculados entre sí, ello sólo demuestra la tendencia de la historia y al mismo tiempo la capacidad física e intelectual de la nación alemana para someter, absorber y asimilar a sus viejos vecinos orientales; que esta tendencia de los alemanes a la absorción constituyó siempre, y constituía aún, uno de los más poderosos medios de propagar la civilización de Europa Occidental en el este del mismo continente; que esta tendencia sólo se detendría cuando el proceso de germanización hubiera alcanzado los confines de naciones grandes, compactas e incólumes, capaces de una vida nacional independiente, tal como los húngaros y, hasta cierto punto, los polacos; y que por lo tanto el destino natural e ineluctable de estas naciones moribundas era dejar que se consumara ese proceso de disolución y absorción por vecinos más poderosos que ellas”.
 
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